Que la realeza tiene un particular atractivo es algo que está fuera de toda duda. Que se lo digan a los mocetes y mocetas que al anochecer del día cinco se agolpaban en las aceras, para contemplar el paso de sus majestades los Reyes Magos de Oriente.
Nuestra tierra, la Llanada, encrucijada de caminos, ha visto pasar por ella gentes de las más diversas alcurnias, desde mercaderes a guerreros, desde peregrinos a simples vagabundos y, por supuesto, a gentes de encumbrada alcurnia. Nos podemos imaginar el asombro de los aguraindarras, entonces llamados salvaterranos, y de los habitantes de los pueblos de los alrededores, cuando a finales del invierno de 1367 vieron llegar a estas tierras a un formidable ejército de más de diez mil guerreros, a cuya cabeza marchaba un soberbio personaje revestido de una armadura completamente negra.

El Príncipe Negro (Iturria: Wikipedia)
Se trataba de Eduardo de Woodstock, Príncipe de Gales, llamado “el Príncipe Negro”, al mando de las fuerzas que venían para reponer en su trono al rey de Castilla, Pedro I, llamado “el Justiciero” por sus leales y “el Cruel” por sus enemigos, desposeído del mismo por su hermano bastardo Enrique de Trastámara. Eran tiempos difíciles. Una veintena de años antes la peste negra había asolado Europa. En cinco años la población del continente descendió de 86 a 51 millones de habitantes. Previamente la guerra se había adueñado del occidente europeo, cuando en 1340 el rey de Inglaterra, Eduardo III, se había proclamado rey de Francia, disputando el trono a su pariente Felipe de Valois, coronado como Felipe VI de Francia. Tras dos décadas de lucha se llegó a una tregua, en 1360. Quedaba un problema. La guerra se había llevado a cabo, sobre todo por el lado francés, mediante la actuación de tropas de mercenarios, conocidas como “las Grandes Compañías”, que ahora, en tiempo de relativa paz, faltos de actividad y de fuentes de ingresos, se dedicaban a saquear las comarcas francesas.
El rey de Francia, entonces Carlos V, encontró una solución a ese problema. Animó a Enrique de Trástamara, quien no era más que uno de los capitanes de las Compañías, a postularse como candidato a la corona de Castilla, con la ayuda de otro ilustre capitán, el bretón Bertrand du Guesclin. Ambos, al mando de la mayor parte de las Compañías que merodeaban por Francia, con la debida financiación y el apoyo del rey de Aragón, pasaron a la Península Ibérica.
El tal Enrique era el mayor de los diez hijos bastardos que el rey de Castilla, Alfonso XI, tuvo con su amante Leonor de Guzmán.
Enrique, con sus tropas mercenarias, se hizo coronar rey de Castilla en Burgos e hizo huir a su hermano, quien se refugió en la corte del Príncipe Negro en Gascuña. Tal cosa no habría sido posible sin el apoyo de gran parte de la nobleza castellana, ya que el rey Pedro I se había apoyado para su gobierno en el pueblo, incluidos musulmanes y judíos, marginando a los nobles.

Carlos II de Navarra, el Malo (Irudia: http://www.salvatierra-agurain.es)
Entonces tomaron cartas en el asunto Inglaterra, que poseía la Gascuña por herencia de la duquesa Eleonor de Aquitania, y Navarra, siempre necesariamente alerta ante sus poderosos vecinos, Castilla, Francia y Aragón. Así se llegó al tratado de Libourne, en el que el rey de Castilla, a cambio de su apoyo para la recuperación del trono, restituía a Carlos II de Navarra “las tierras de Guipúzcoa con todos sus puertos de mar, enteramente, Vitoria y todo Álava, enteramente, y Calahorra y Alfaro y Logroño, con todos sus términos y aldeas (…), y Nájera, Haro, Briones, Labastida y todo lo que fue Navarra”, es decir, los territorios que su antepasado, Alfonso VIII, había conquistado el año 1200, excepto Bizkaia y sus puertos, que Pedro I cedía al Príncipe de Gales, a cambio de su ayuda.
-Fernando Sánchez Aranaz-
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