Algo debemos estar haciendo mal cuando, poseedores de un impresionante y valiosísimo patrimonio histórico, social, etnográfico, cultural, lingüístico… (añadan ustedes otras facetas si lo desean), el sentir nabarro se diluye no ya sólo en lo que hemos venido a llamar globalización -que también-, aunque más escandalosa aún resulta la postración que nuestro ser diferenciado padece ante los siempre pujantes ecosistemas español y francés. Llevo días pensando en ello. Me sucede allá donde voy. La última vez, en un hotel del País cercano a Gasteiz en el que me saludan con un frío “Buenos Días” -como si un sencillo “Egun on” supusiera un enorme esfuerzo o, quién sabe, fuera a resultar hiriente para según qué mentes calenturientas-.
Lo veo también en el aeropuerto en el que tantas de mi jornada laboral paso. También en el rótulo que indica a los pasajeros que bajan de los aviones la ubicación de la parada del autobús de línea que va a Donostia: para los hablantes del país, Donostia; para los extranjeros, San Sebastián, que es como habitualmente denominan a la Bella Easo. ¿Costaba tanto colocar una sola versión Donostia-San Sebastián. Una vez más, nos encontramos con la idea de la alineación, concepto ampliamente postulado por pensadores como Karl Marx allá por el siglo XIX.
En este caso, hablamos de una alienación sociológica que nos lleva a sentirnos extraños en nuestra propia tierra cada vez que intentamos comunicarnos en la “lingua navarrorum” y notamos en nuestros interlocutores erdaldunes cierta sensación de incomodidad que con frecuencia se nos contagia y nos hace claudicar, renunciar a nuestro derecho a comunicarnos en una lengua que, si no oficial en todo el territorio, es parte indiscutible e innegociable de nuestro acervo nabarro.
Pero el drama no se circunscribe sólo a la lengua propia, para nuestra desgracia. Hablamos de Nabarra para referirnos al País; abarcamos una Nabarra sin fronteras impuestas; y, con sobrado aunque sano orgullo, proclamamos la nabarridad de tierras que desde siempre hemos denominado vascas no por elección propia, sino porque el conquistador, colonizador y expoliador así nos lo ordenó. A cambio, nos ganamos el sobrenombre de historicistas y parecemos obligados a agachar la cabeza o a alejarnos con el rabo entre las piernas cuando no sólo ante quienes reescribieron nuestra historia a la luz de la conquista, sino más bien ante otros compatriotas que nos consideran poco menos que “perros verdes” porque -según ellos pretenden- vinimos a eliminar la expresión Euskal Herria de nuestro uso cotidiano (cuando nos hemos limitado a usar la expresión en sus justos términos, para referirnos a la faceta socio-cultural, y no jurídico-política, de nuestro País).
Hace unos días, tuve el privilegio de acompañar a unos ciudadanos chilenos en visita a Laguardia y brindarles algunas explicaciones desde mi parco conocimiento de la historia del País, incluyendo la denominación original de “Sonsierra de Nabarra” frente a la extraña “Sierra de Cantabria”. Días antes, hice lo propio con varios turistas californianos. Me agradaba sobremanera ver sus caras de sorpresa cuando les hablaba de lo antiguo de nuestro idioma propio. Entre ellos, algunos habían oído hablar de Nabarra, pero quienes no conocían nuestra historia propia manifestaban su asombro y, a renglón seguido, me preguntaban, con buen tino, si tantos siglos de historia soberana tenían algo que ver con el “terrorismo de ETA”. También con un mexicano tuve ocasión de compartir una buena conversación sobre todo lo que implica ser ciudadano de un estado soberano y perteneciente a una comunidad que en el pasado estuvo bajo la jurisdicción del imperio español.
Imagen de una de las ostracas encontradas en el yacimiento de Iruña-Veleia, en Araba (Iturria: http://www.terraeantiqvae.com)
Durante los pasados días he estado mucho más tiempo hablando de todo esto con personas foráneas que con nativos. Probablemente soy una víctima más de la alienación que sufrimos como nabarros. Como seres humanos, buscamos instintivamente ser aceptados en nuestra comunidad. No nos resulta fácil afrontar que vamos, en cierta medida, a contracorriente de ciertas tendencias autodestructivas que vemos en el País y cuyo máximo exponente han sido las destrucciones deliberadas y consentidas de nuestro patrimonio histórico -son casos especialmente sangrantes los de Iruñea e Iruña-Veleia-. De ahí que sintamos una sutil auto-criminalización cada vez que defendemos lo propio frente a lo ajeno. Ya lo dije en la primera parte: es la versión socio-cultural del Síndrome de Estocolmo.
Hermano templario sigue por buen camino. Ondo ibili. Agur
Eskerrik asko, Jose Maria! Ondo ibili!