Himnos, silbidos y nacionalismo banal

Los teóricos sociales pensaban que esta era de globalización causaría un proceso de rápida desintegración del mundo de los Estados-nación lo que implicaría cambios, no sólo estructurales y económicos, también psicológicos. Estos últimos comportarían una conciencia postmoderna basada en un sentimiento de identidades múltiples que sustituiría a las identidades fijas del mundo moderno. Pero la realidad es que, en el mundo actual, el Estado-nación sigue siendo la forma predominante de organización política, la cual viene acompañada de la extendida aceptación de los supuestos del nacionalismo. Tales supuestos se basan en que las naciones son hechos naturales que han diferenciado a la humanidad en comunidades culturales distintas, cada cual con su propio hábitat territorial y capacidad para gobernarse. Entonces, ¿a qué se debe esta “resiliencia” del Estado-nación?

Michael Billig (Irudia: http://www.taosinstitute.net)

Michael Billig, prestigioso catedrático británico de ciencias sociales, acuñó el término “nacionalismo banal” para referirse al discurso nacionalista implícito y que, por tanto, no se ve. Dicho de otro modo: se trataría de un discurso que se percibe como normal, como natural y que, por tanto, no se muestra como nacionalista. Billig publicó en 1995 el libro “Nacionalismo banal” donde muestra fehacientemente cómo en las democracias occidentales más consolidadas opera un nacionalismo oculto, dedicado a recordar continuamente a los ciudadanos cuál es su nación. Bajo esa etiqueta subyace un conjunto de símbolos, hábitos y discursos que de manera cotidiana, mecánica y rutinaria difunde y mantiene cualquier Estado constituido para reforzar la conciencia nacional. Se trataría, pues, de un nacionalismo difuso que no emplea exaltaciones inflamadas de la propia identidad, sino mecanismos de la cotidianidad, como la bandera que cuelga en la entrada de un edificio oficial, el mapa del tiempo, las matrículas de los coches, los símbolos o rostros grabados en las monedas, las noticias y su clasificación en nacionales-internacionales, las series televisivas, los principales acontecimientos deportivos o el vocabulario empleado rutinariamente por medios de comunicación, políticos y personajes públicos en general….

Billig construye su tesis basándose en el modelo de los Estados Unidos, así como en el británico. Expone su argumento matriz: en las naciones consolidadas, la nacionalidad se recuerda inadvertidamente, de manera tal que, expuesta la población a este nacionalismo incesante, ocasiona un afianzamiento de la identidad nacional que se encarna y manifiesta en los hábitos y costumbres sociales. Y lo valida con el modelo de EEUU: por encima de la gran heterogeneidad de origen de sus habitantes, se  constituyen las señas de identidad con los componentes del nacionalismo banal que establecen fuertes lazos de comunidad entre ellos, componentes que son insistentemente recordados por los medios de comunicación y autoridades gubernamentales. Por citar algunos de ellos, las banderas con las barras y estrellas en los edificios oficiales y en las fachadas y jardines de las viviendas, la interpretación del himno en la Super Bowl y en otros actos de masas, la NBA, la Liga de béisbol, el pavo y el pastel de calabaza del día de Acción de Gracias, Santa Claus, el dólar, el gusto por el western y la comida basura, el prestigio y predominio del inglés que comporta la renuncia de sus lenguas maternas por las segundas generaciones de emigrantes…

Lady Gaga durante su interpretación del himno estadounidense en la pasada Super Bowl (Iturria: http://www.cromosomax.com)

En su análisis del nacionalismo Billig focaliza su análisis, no ya en las manifestaciones más acaloradas, extremas y gesticulantes de éste, sino más bien en las cotidianas y arraigadas en la conciencia contemporánea, y en cómo son utilizadas en beneficio propio por los estados-nación contemporáneos. Algo que hasta la fecha había preocupado bastante poco a los historiadores, sociólogos, antropólogos o politólogos, quizás se pudiera aventurar que fuera totalmente necesaria la mirada perspicaz de un psicólogo social para lograr el surgimiento de este modo alternativo de examinar el nacionalismo.

Es de todo punto de vista evidente que las tesis de Billig, salvo matices, pueden aplicarse a otros casos como Francia o España. Invariablemente, la cuestión nacional en el Reino de España es objeto de una visión sesgada, decididamente estrábica, tanto desde los medios de comunicación como desde la opinión publicitada en general. Según ésta, los únicos nacionalismos políticos identificados como tales son los periféricos (el vasco, el catalán); la única agitación nacionalista es la que se expresa tremolando ikurriñas o esteladas; y en cambio, blandir la rojigualda bajo cualquiera de sus variantes (con escudo constitucional, con águila o con toro) y vitorear a España hasta despepitarse, eso es un mero rasgo de normalidad, todo lo más de sano fervor patriótico. La inexistencia de un nacionalismo español es una afirmación constantemente repetida y no precisamente de modo inocente. Repetida por quienes están dispuestos, a reivindicar el “patriotismo” (a menudo adjetivado como constitucional), o simplemente la “normalidad” de ser español. Nacionalistas, como es público y notorio, son siempre los otros: desde luego los catalanes y los vascos con su aldeanismo, y, si es caso, hasta los franceses con su “grandeur”. De tanto repetir, se lo acaban creyendo. Y es que una de las características invariables de los “nacionalistas de Estado” es que no se ven a sí mismos como defensores de una ideología concreta. Dan por hecho que lo suyo es obvio, que está inscrito en el orden natural de las cosas, que responde a la lógica más elemental, de cajón, blanco y en botella, vamos!. Ellos no son particularistas, ni exclusivistas, ni provincianos; esa es una lacra que sólo persigue a los nacionalistas “regionales”. A nada que te descuides, se proclaman ciudadanos del mundo y presumen de despreciar las fronteras.

El gol de Zarra a Inglaterra en el Mundial de 1950 pasó a la historia

Gol de Zarra a Inglaterra durante el Mundial de 1950 (Iturria: colgadosporelfutbol.com)

Es proverbial el uso político, en clave nacionalismo banal, que los estados-nación hacen del deporte. Sus partidos internacionales se convierten en un mecanismo de cohesión nacional. En el franquismo eran los goles de Zarra a la pérfida Albión en 1950 y el de Marcelino a la luciferina Rusia en 1964; ahora son los grandes éxitos de “la roja”. En fin,  los triunfos de la selección española de fútbol como simulacros de victorias bélicas. Son patentes durante la celebración de estos partidos las expresiones manifiestas y estruendosas de la simbología del nacionalismo estatal. Pero ¡ay!, los estados-nación se irritan en grado sumo cuando eso no funciona. Como ejemplos, la pitada al himno en el Camp Nou que escandalizó a España; pero también recordar que el presidente francés Chirac se levantó del palco cuando la Marsellesa fue silbada en el mismísimo París durante la final de la Copa de Francia, que enfrentaba en 2002 al Bastia corso y al Lorient bretón. Quedó en evidencia que la simbología nacionalista banal franco-española no gusta a bretones, corsos, catalanes y vascos

El nacionalismo no es patrimonio de los nacionalistas “periféricos”, es consustancial a todo estado-nación. Este nacionalismo estatal al actuar de manera más sutil, más ladina, hace que la interpretación de su himno al comienzo de un partido de fútbol sea considerado un acto normal, “banal”; en tanto que silbarlo estruendosamente, según el criterio de los que se sienten ofendidos por esa forma de protesta, no es consecuencia del ejercicio de un derecho, más bien se convierte en execrable manifestación de conductas violentas, “xenófobas”, “fascistas” o simplemente maleducadas. En suma, en algo inmoral que incluso habría de ser perseguido legalmente, ya que amenaza al Estado.

Por lo tanto, ese nacionalismo “acalorado” que se expresa en los silbidos de bretones, corsos, catalanes y vascos en las finales de copa, no nos debería ocultar ese otro nacionalismo “banal”, cotidiano y difuso que la mayoría de la población no percibe como tal (de interiorizado que lo tiene “como algo natural”), y que tanto los gobiernos como los medios de comunicación “nacionales” raramente suelen etiquetarlo y llamarlo por su nombre.

Los Reyes Borbones durante el desfile del Día de la Hispanidad (Iturria: http://www.hola.com)

En todo caso, la postura prepotente y petulante que se arroga el Estado-nación impide que haya un mínimo reconocimiento de “su patología”. Sencillamente, aferrados a su pasado y bloqueados mentalmente, no están interesados en prestar una mínima atención a estas juiciosas observaciones, seguirán con su discurso habitual. William Hazlitt, quizá el crítico más inteligente de la cultura autoritaria, ya advirtió:

“La fuerza intelectual no es como la fuerza física. No tendrá la menor influencia sobre el intelecto de los otros, a no ser que éstos entren en “simpatía” contigo. Efectivamente, saber mucho más sobre un tema no te confiere superioridad ni poder sobre los demás, más bien hace aún que te resulte más imposible causarles la menor impresión“.

Hay que agradecer a Michael Billig su sagacidad, tesón y perspicacia para identificar, amojonar y convertir en categoría analítica esta soterrada y ubicua especie de nacionalismo. Es muy significativo que no haya sido hasta ahora, veinte años después de la edición original inglesa -1995-, cuando se ha publicado la traducción española. Significativo, porque el trabajo de Billig defiende una tesis incómoda, cual es la presencia de un discurso nacionalista aparentemente invisible en Estados donde se supone que no hay nacionalismo.

– Jesús Pérez de Viñaspre –

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